miércoles, 5 de septiembre de 2007

La memoria, ese espíritu santo que emerge de todas las cosas.


A mis padres, José y Gladys.

A mis hermanos, Ulises, José y Marco ausente.

Para mis sobrinos, Francisco, Nicolás y Monserrat.


Hace unos días, en el noticiero de la noche, mostraron la fiesta de despedida de la ciudad de Chuquicamata.

Mis padres vivieron ahí cuando jóvenes. Allí se conocieron, se casaron, nacieron mis tres hermanos mayores. Pero el progreso y el dinero suelen ser más importantes, por eso la ciudad que tanto quieren desapareció para siempre.

Mi madre lloró abrazada a mi padre. La emoción se me atragantó en la garganta y comencé a recordar. Muchas veces en la vida he escuchado las viejas historias de cuando vivían en Chuqui. En ese tiempo todavía no nacía y mi familia habitaba una pequeña casa en un sector del pueblo minero llamado los cuatrocientos. En esa casa celebraron los primeros cumpleaños de mis hermanos y ellos aprendieron a caminar en esos polvorientos pasajes. Mil historias que se enredaron en mi vida y que ahora no tendrán un lugar físico a qué referirse.

Recordé también la nostalgia de algunos de mis tíos cuando rememoraban la niñez en las salitreras. Incluso esos recuerdos desaparecieron cuando murieron hace unos años. Nadie cuenta esas historias y la muerte venció a la vida que esos sitios atesoraban.

Así ocurrirá con Chuquicamata y todos sus emblemáticos lugares: Chile Club, Social Club, el Americano, el Estadio Anaconda, la Garita Nº6, el bar de la Tía Elisa... A esas alturas yo también estaba llorando. Me daba pena que ese sitio en el mundo, donde mi familia inició su rodaje, nunca más existiría. Sentí una fuerte sensación de precariedad, como si la vida y su hermosa explosión de luz no pudiera dejar ningún rastro para la eternidad. Es otra muerte. Una muerte colectiva. La muerte de muchos seres humanos que tienen en ese territorio amarrada parte importante de su vida. Lloré porque nunca más podría acompañar a mis padres a pasear por esas callecitas, mientras me cuentan las mismas viejas historias de siempre, esas que me abrigan cuando siento el frío de la soledad.

Mis padres conocieron la vida mientras la mina pertenecía a los gringos y celebraron la nacionalización del cobre junto a toda la gente. Vieron aparecer los primeros autobuses entre Chuqui y Calama. Vibraron con las finales deportivas en el Anaconda. Bailaron con los conjuntos de moda en el Chile Club. Amaron aquella vida construyéndola cada día junto a los demás chuquicamatinos. "Éramos todos amigos", repiten mis padres tratando de consolarse. En silencio me pregunto por qué todo tiene que desaparecer.

Aún tengo las fotos y otros objetos de esa época. En el futuro -cuando mis padres no estén- serán mis herramientas para no olvidar la vida que hicieron en ese rincón del desierto, para no olvidarme nunca que ese rincón existió, que fueron muy felices ahí... para no olvidar que en ese pasaje de tierra, en esa pequeña casita, mis padres soñaron un día con traerme a este mundo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy emotivo lo que escribiste y muy cierto. El mal llamado "desarrollo económico" simplemente aplasta la memoria y la destruye.
besos
tata