lunes, 3 de diciembre de 2007

Hoy estoy de cumpleaños...


No recuerdo desde cuando es que la felicidad me florece cada vez que llega este día. Parece que desde siempre he amado estar de cumpleaños y celebrarlo como me gusta. Hoy preparé una comida deliciosa, mi novio compró un buen vino y cenamos junto a la familia. Mañana mis padres vuelven a su casa después de nueve meses viviendo en Santiago por la enfermedad de mi papá. Este cumpleaños es especial por eso también, porque la vida explota en hermosura y nos regala todas las posibilidades de reconstruir lazos, de recuperar confianzas, de hacerse cargo del otro, de dar la mano y el pie y el alma para ayudar a alguien. A pocos minutos de que termine este día tan esperado para mí, la conclusión de este nuevo año es que sí soy capaz de amar más de lo que imaginaba, mucho más de lo que había experimentado.

Mi ñaña tenía razón, este es el primer año de la segunda mitad de mi vida, el tiempo de la templanza y la sabiduría. Como ella me gustaría ser sabia. Estoy en eso, toma tiempo, pero estoy en eso. Total, treinta y seis años es recién la mitad de la vida.

Gracias a mis aciertos, a mis errores, a las derrotas de las que me hice cargo, a las dudas que me permitieron la distancia, a las promesas que me he cumplido, a los sueños que me quedan, a la libertad que me desgrana, a las palabras que me reconocen y explican, a los tartamudeos de miedo, al amor incondicional de mi Tata, a los hijos que no he tenido, a mis decisiones, a mis fracasos, a mis entregas, y a mi porfiada y siempre dispuesta alegría...

¡Feliz cumpleaños!

miércoles, 26 de septiembre de 2007

Para Karina Rojas.


Cuando era pequeña mi madre siempre me advertía acerca de los cuidados que debía tener con mi cuerpo, desde mantenerlo limpio y sano, hasta no permitir que nadie me tocara. Al cumplir los once años, mi cuerpecito comenzó esa transformación mayúscula que me alejó de la niñez sin remedio. No recuerdo etapas intermedias. Pasé de ser una chiquita regordeta a una lolita en muy poco tiempo.


Entonces entendí las lecciones de mi madre. Cada vez que subía a la micro para ir al colegio, sentía agarrones descarados: una vez en el poto, otra en la pechuga; todas anónimas. Recuerdo la sensación del abuso y la vulnerabilidad. Ponerse a gritar a todos los pasajeros no me parecía justo, pero tampoco me parecía que debía dejar a los hechores en la impunidad absoluta. Era difícil lidiar todo el tiempo con esos manoseos descarados que ocurrían en todas partes. Con mis hermanos hablaba muchas veces sobre esto y me animaban a no dejarme acosar de ningún modo, a disfrutar del cuerpo que tenía y a correr el riesgo de ser criticada por peleadora. Pero era difícil armarse de valor todas las veces que increpé a un hombre -también me pasó una vez con una chica- por atacarme de esa manera. La gente pensaba que a las que nos pasaba eso era porque nos gustaba, porque éramos unas sueltas.


Algún tiempo después decidí que ser suelta era para mí una reivindicación política insoslayable... que la imagen de la mujer sumisa y tolerante en extremo, invisibilizada y totalmente dependiente, nunca sería la mía.


Hoy me enteré de otra mujer muerta a manos de su pareja. Esta vez -seguramente muchas otras veces de las que no sabemos- una muchacha de 16 años que ya había sido golpeada por el pololo, que intentó poner fin a la relación y por eso fue castigada brutalmente.


A mis 16 disfrutaba de aprender de todo lo que me tocaba vivir. Tenía una banda, pololos simpáticos, amig@s hermos@s, herman@s de sueños... En fin, tenía una vida intensa, con muchos proyectos para el futuro. A los 16 salí del país en un viaje largo -más largo en el alma-, que me enseñó un montón de cosas sobre la vida y de cómo quería vivirla. Recorrí muchos kilómetros. Conocí a muchas personas, algunas de ellas son parte de mi corazón para siempre, con otros aprendí dolorosamente que debía hacerme cargo de mis equivocaciones; y de todos aprendí que, por duro que fuera, debía construir la vida que quería y ser capaz de pagar el costo. Era la vida y todas sus experimentaciones la que sentía latir en la sangre todos los minutos de mis 16 años.


Me pregunto qué fue del amor y sus promesas para esta chica muerta. Cómo lograr que hechos como estos no ocurran jamás. Una vida apagada cuando recién comenzaba porque un humano se creía dueño de ella.


Qué ganas de haber estado a su lado, de haberle sostenido la cabeza cada vez que tuvo miedo de su pololo, de segurizarla en un camino mucho más complejo pero necesario: construir la vida que deseamos, no aquel formato que nos inventan.


Qué ganas de haber acompañado a ese muchacho, de haberle contado que el amor no implica pertenencia de esa forma, que aprendiera a valorarse y a valorar a las mujeres del mismo modo.


Qué ganas de haberles salvado la vida a los dos.


Estoy tan harta de los femicidios como de los abusos a los trabajadores, como de las injusticias sociales, como de la impunidad chilena, como del doble standar de nuestra cultura, como de las violaciones a menores, como de las privatizaciones, como de la cesantía... Pero estoy más harta de quienes afirman que el problema de la violencia contra la mujer es un problema exclusivo de las mujeres, porque estoy convencida que es un problema social, que involucra definiciones fundamentales: ¿Qué hombre eres? ¿Qué mujer soy? ¿Qué padre y madre somos? ¿Qué trabajadores somos? ¿Qué sociedad queremos construir?


No podemos seguir validando actuaciones como esta. Tenemos que reaccionar contra todos los abusos y arriesgarse a impedir una golpiza y asilar a una mujer como lo haríamos por cualquier otro humano viviendo una desgracia. Pero sobre todo, debemos, tenemos la obligación de dejar de educar a los pequeños con estos modelos que validan el abuso de un sexo sobre otro.




A los 16 tenía autorespeto y muchas esperanzas, algunas herramientas para decidir cómo quería ser, y mucho amor y respeto de mis padres y mis tres hermanos.


¿Qué tuvo Karina Rojas a los 16 años?

martes, 11 de septiembre de 2007

Nadie está olvidado.


Otro once de septiembre. En 1973, cuando aún no cumplía los dos años de vida, los milicos y todas las fuerzas armadas y de orden, dieron un golpe de Estado contra el gobierno de Salvador Allende. Desde esa fecha esta país se conmociona en este triste día.

Aquellos que se sienten orgullosos de la "gesta liberadora" de Pinochet y su camarilla de asesinos, realizan sus actos de reconocimiento y celebran la victoria de los dueños del capital enlodando los recuerdos, los logros populares y la democracia de ese Chile que quedó enterrado con su intervención criminal.

Los vencidos de ayer, aquellos que creían en la construcción de otro país, hoy están en el gobierno y, desde ahí, afinan los detalles de la maquinaria económica dictatorial para que se mantenga por siempre. A los vencidos de ayer los vencieron de verdad: apoyan el modelo, hambrientos de poder y dinero, hacen pactos de no agresión con los violadores de DDHH; se atreven a hacer mesas de diálogo en una nueva intentona de impunidad. Por eso celebran los vencedores, porque efectivamente vencieron a todos estos diletantes que nos gobiernan.

Para mí es otro once de pena, de una profunda indignación. Otro once sin ver verdad y justicia plena en los casos de violaciones a los derechos humanos. Otro día para recordar la infancia plagada de imágenes de muerte, los rallados clandestinos, las listas de exiliados en la televisión, los falsos enfrentamientos en los noticiarios, el cura y el milico en los actos del colegio, la canción nacional con esa estrofa que ya ni recuerdo -nunca la canté-... Otro once de septiembre con toda su carga oscura, con apagones en las poblaciones, con manifestaciones vivas en contra de ese golpe de mierda.

La única diferencia, es que este es el primer once de septiembre sin el dictador Pinochet. Es una sensación rara, porque quería verlo juzgado, preso, pagando en algo lo que hizo. A cambio, vivió sus últimos días muy protegido por la camarilla de siempre y todos los gobiernos de la Concertación. No me alegró su muerte, me dio rabia saber que ya no podría cumplir ninguna condena, que todos los asesinatos, persecuciones, robos y la imbecilidad espesa de cada una de sus intervenciones televisadas -siempre sufrió demencia- quedarían impunes. Todos los sueños de justicia que tenía, con su muerte, parecían haberse ido al tacho de la basura. Pero la fortaleza humana no deja de impresionarme, justo cuando creía que el esfuerzo de muchos por derrocar la dictadura y condenar a los culpables había sido en vano, escuché la noticia "Un joven de aproximadamente 30 años lanzó un escupo al féretro de Augusto Pinochet Ugarte... Fue identificado como Francisco Cuadrado Prats, nieto del asesinado general Carlos Prats, quien reivindicó su acción en una comunicación a través de un contacto telefónico con Televisión Nacional, sin aparecer en cámara". Mi corazón se aceleró de alegría. Imaginé todos los años de su vida en que soñó con la justicia para su abuelo. Imaginé las horas invertidas en la fila de personas que iban a despedirse del tirano, su ansiedad. ¿Qué estaría pensando todo ese tiempo? Quisiera haberlo acompañado, desee estar ahí para ayudarlo, para que el escupo fuera más grande, para que los imbéciles de siempre no fueran a tocarlo, para que no lo detuvieran, para que ninguno de esos cómplices de tantos asesinatos y atropeyos pudiera hacerle algo.

Sí, este es otro once de septiembre y, a diferencia de todos los anteriores, en este día recuerdo a todos los hermanos que no están con nosotros y aquellos que siguen luchando por una sociedad más humana y equitativa en este escupitajo contra la impunidad.

Todo mi amor,

Todo mi compromiso,

Toda mi esperanza,

Todo mi respeto,

A los caídos, a los que resisten, a los que luchan y su valentía,
especialmente al gesto justiciero de Francisco Cuadrado Prats.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

La memoria, ese espíritu santo que emerge de todas las cosas.


A mis padres, José y Gladys.

A mis hermanos, Ulises, José y Marco ausente.

Para mis sobrinos, Francisco, Nicolás y Monserrat.


Hace unos días, en el noticiero de la noche, mostraron la fiesta de despedida de la ciudad de Chuquicamata.

Mis padres vivieron ahí cuando jóvenes. Allí se conocieron, se casaron, nacieron mis tres hermanos mayores. Pero el progreso y el dinero suelen ser más importantes, por eso la ciudad que tanto quieren desapareció para siempre.

Mi madre lloró abrazada a mi padre. La emoción se me atragantó en la garganta y comencé a recordar. Muchas veces en la vida he escuchado las viejas historias de cuando vivían en Chuqui. En ese tiempo todavía no nacía y mi familia habitaba una pequeña casa en un sector del pueblo minero llamado los cuatrocientos. En esa casa celebraron los primeros cumpleaños de mis hermanos y ellos aprendieron a caminar en esos polvorientos pasajes. Mil historias que se enredaron en mi vida y que ahora no tendrán un lugar físico a qué referirse.

Recordé también la nostalgia de algunos de mis tíos cuando rememoraban la niñez en las salitreras. Incluso esos recuerdos desaparecieron cuando murieron hace unos años. Nadie cuenta esas historias y la muerte venció a la vida que esos sitios atesoraban.

Así ocurrirá con Chuquicamata y todos sus emblemáticos lugares: Chile Club, Social Club, el Americano, el Estadio Anaconda, la Garita Nº6, el bar de la Tía Elisa... A esas alturas yo también estaba llorando. Me daba pena que ese sitio en el mundo, donde mi familia inició su rodaje, nunca más existiría. Sentí una fuerte sensación de precariedad, como si la vida y su hermosa explosión de luz no pudiera dejar ningún rastro para la eternidad. Es otra muerte. Una muerte colectiva. La muerte de muchos seres humanos que tienen en ese territorio amarrada parte importante de su vida. Lloré porque nunca más podría acompañar a mis padres a pasear por esas callecitas, mientras me cuentan las mismas viejas historias de siempre, esas que me abrigan cuando siento el frío de la soledad.

Mis padres conocieron la vida mientras la mina pertenecía a los gringos y celebraron la nacionalización del cobre junto a toda la gente. Vieron aparecer los primeros autobuses entre Chuqui y Calama. Vibraron con las finales deportivas en el Anaconda. Bailaron con los conjuntos de moda en el Chile Club. Amaron aquella vida construyéndola cada día junto a los demás chuquicamatinos. "Éramos todos amigos", repiten mis padres tratando de consolarse. En silencio me pregunto por qué todo tiene que desaparecer.

Aún tengo las fotos y otros objetos de esa época. En el futuro -cuando mis padres no estén- serán mis herramientas para no olvidar la vida que hicieron en ese rincón del desierto, para no olvidarme nunca que ese rincón existió, que fueron muy felices ahí... para no olvidar que en ese pasaje de tierra, en esa pequeña casita, mis padres soñaron un día con traerme a este mundo.

martes, 3 de julio de 2007

La cara más triste de Santiago invernal



Santiago está cada día más triste. A los conocidos efectos del invierno, el efecto invernadero, las patologías emocionales y el estres de esta ciudad, se suman los rostros tristes de las personas en las paradas de locomoción colectiva. Nunca como hoy había percibido esa emocionalidad colectiva, una mezcla de frustración extrema, rabia contenida y amargura. No se trata sólo de las informaciones sobre la implementación de un nuevo modelo de locomoción colectiva ni de su inoperancia ni de la inoperancia del gobierno ni de los fraudes que involucra. Lo que verdaderamente me impactó hoy es que este país está cubierto por una espesa capa de impunidad en todo ámbito de la vida nacional. Si hay algo democrático en Chile es eso, la impunidad. No importa que ya sepamos todos que Transantiago no cumplió lo prometido. No importa que sea público que hay una maraña de enredos y corrupción en todo el proceso de adjudicación de las licitaciones para Transantiago -al que no sepa le recomiendo leer los artículos de Arnaldo Pérez en La Insignia, por ejemplo "Las mentiras del Transantiago" o "Transantiago y la corrupción". No importa que la gente vea perjudicada cada día más su ya esmirriada calidad de vida. No importa nada, porque lo que el poder decidió aplicar no puede ser cuestionado ni menos cambiado. La impunidad garantiza todos los equivocos de los gobiernos y, peor aún, los libra de la justicia. No hay justicia equitativa, la justicia es para los ricos o para los miserables arribistas que ostentan hoy el poder. La mentada señora Juanita no ha llegado a su trabajo a tiempo desde que comenzó este plan modernizador de la locomoción y no ha podido servir de ejemplo a ningún político concertacionista ni al más fanático militante militante PPD/PS porque no puede cargar con la mierda de vida que tiene ahora que debe disponer de cinco horas y seis transbordos al día para trasladarse a su trabajo. ¿De qué modernización me hablan? ¿Por qué insisten en hacernos creer que estamos al mismo nivel que varias ciudades europeas en las que sistemas similares a este funcionan? Les comento que en Europa la jornada laboral tiene entre dos y cuatro horas menos que la chilena; que la legislación laboral se cumple no importando quién sea el demandado; que el ingreso per cápita europeo es mucho más alto, porcentualmente hablando, que el de un chileno; que junto con la legislación existen otros resguardos para l@s trabajador@s en toda europa.

Estoy cansada de que nos mientan impunemente, que nos estafen impunemente, que roben al Estado impunemente, que nos denieguen la justicia impunemente, que se rapartan los recursos del Estado entre ellos impunemente, que den becas a sus hijos impunemente, que vendan este territorio en trozos impunemente, que acusen a mapuche impunemente, que las noticias se farandulicen impunemente, que contaminen impunemente, que se repartan el poder impunemente, que los asesinos vivan impunemente y se fuguen más impunemente... que nos roben la alegría impunemente.

Digan lo que digan los optimistas concertacionistas, la impunidad es el símbolo de Chile.

jueves, 14 de junio de 2007

Mi primera vez.



Corríamos por la habitación probándonos toda la ropa de las demás. La idea era verse despampanante, pero sin apocar a las amigas. Claro, todas cultivábamos un look, una manera especial de ser. Recuerdo lo importante que era para mí no distinguirme, sino tratar de parecerme a ellas.

Después de tres cambios de ropa, el agua de colonia y un pequeño toque de brillo en los labios, me quedé sentada observando cómo se encrespaban las pestañas. Unas con una cuchara, las otras con una especie de tijera: todas torturándose. Yo tenía una cosa rara recorriéndome el estómago y de pronto mis ojos comenzaron a llorar. Supongo que es por la impresión de ese acto violento -todavía me pasa lo mismo.

Cuando llegamos a la fiesta estaba todo el jet set de los colegios secundarios. Entre extraños y ahogados chillidos, mis amigas empezaron a pellizcarse cuando veían al chico que les encantaba. Yo, que era mucho menor que mis compañeras, me quedé al lado del improvisado sonidista. De puro amable me puse a ordenarle los cassettes -se vanagloriaba de tener más de quinientos, pero no le creí-, y así, como que por siaca, supe que se llamaba Manuel, que tenía 19 años (yo apenas 13, casi 14) y que trabajaba haciendo educación popular a los niños de una población muy pobre. Ahí mismito estuvo mi perdición: era un chico comprometido con sus ideales, que tenía una opinión que dar.

Conversamos mucho rato. Para que no me aburriera -decía- ponía canciones que me gustaban y yo las bailaba frente a él ("Somos cómplices los dos..." / "Ella es mucho más normal que yo..." / "Únete al baile, de los que sobran..." / "Dame otra oportunidad, para saber al menos, si amarte estuvo mal...")No, esa noche no recibí mi primer beso, pero fue el inicio de una larga amistad que todavía conservo.
El Manu -así lo apodé después- fue el primer hombre que enfrenté como mi igual, al primero que quise sin ser su novia y con el que compartí importantes aprendizajes.

Éramos pura vida...


Recuerdo la primera vez que me maquillé. Todas mis compañeras ya sabían los secretos de los colores para el rostro. Yo seguía siendo una niña. Prefería declamar poemas frente al mar o despulgar perros en el camino al colegio. Sí, era considerada una rareza, pero mis preocupaciones estaban fuera de mí. Por esa época comencé a participar en un grupo de jóvenes muralistas que se juntaban en la parroquia de mi población.


Mi primer mural fue una creación colectiva: Una paloma que sostenía a un grupo de personas con marcados rasgos indígenas entre sus alas. A mí me tocó pintar el sol y "filetear" con líneas negras las figuras del diseño. Estuvimos todo el día en eso y, antes de irnos, el más antiguo de los integrantes de la brigada muralista me bautizó: Eligió la más ancha de las brochas, la untó en pintura amarilla y, en medio de muchas risas, me dio "dos manos" sobre la cara.


Así me fui a la casa, maquillada de sol amarillo, con la sensación de haber dado un pasito más para ser la mujer que quería.

martes, 12 de junio de 2007

El sol es nuestra única semilla...

Este fin de semana volví a experimentar la dulzura de estar con buenos amigos. Los últimos tres meses he estado desconectada de todos porque hay situaciones que requieren mi dedicación exclusiva –por lo menos así lo siento-, y he dejado de lado algunas de mis actividades rutinarias de afecto: juntarme con amigos, tomarnos una –o más- cervezas en los bares de siempre, chismear de la vida, ir al teatro o al cine, disfrutar de un gran trozo kuchen de arándanos con un café hazelnut… En fin, dedicarle tiempo a cultivar los amores que comparto con otros, mis compañer@s del camino, mis herman@s del alma. Sí, fue muy especial por eso de encontrarse de nuevo, pero además porque me reencontré con hermosas personas que no veía hace mucho tiempo, especialmente una de ellas, a la que había visto por última vez hace más de dos años.

Nos demoramos en llegar a su casa nueva. No sabíamos la dirección exacta, sólo una intersección de calles en un lote nuevo de casas a las afueras de la ciudad. Después de salir de la circunvalación que restringe a la capital, nuestro viaje continuó por una ruta polvorienta. El paisaje cambió de pronto, y sólo podía ver los cerros decorados con arbustos pequeños. La tarde se despedía detrás de los cerros bajos, y nosotros continuábamos el rumbo sin tener claro cómo llegaríamos a nuestro destino. El teléfono sonó y era nuestra anfitriona para darme nuevas instrucciones. Había que bajarse en el supermercado porque ella estaba ahí, comprando las provisiones para la comida. Cuando llegamos recuperé un abrazo que creí perdido. Uno de esos abrazos apretados que parecen dejarnos mudos y sin aire. Super emocionante nuestro encuentro. Después todo pasó muy rápido. Llegamos a su nueva casa –hermosa, luminosa como la dueña- y la recorrimos disfrutando de cada rincón, descorchamos la primera botella de vino y brindamos muy emocionados.

Un par de horas más tarde, después de habernos puesto al día, llegaron los demás invitados. En realidad no llegaron a la casa, los fuimos a buscar a la bajada del auto que los trajo. Otra vez los abrazos inmensos, llenos de sentidos y promesas cumplidas (se han fijado que nunca podemos estar seguros de algo hasta que alguien que amamos de verdad nos abraza… es como si en ese contacto el miedo y la soledad desaparecieran por unos instantes). Más brindis y una comida riquísima que preparamos juntos. Muchas, muchas risas, nuevas anécdotas y bromas, acompañadas de vino caliente con naranja hasta casi el amanecer.

Al otro día seguimos soñando juntos, hablando de todo lo que nos une, de lo mucho que hemos crecido, de los nuevos planes de cada uno, mientras tomábamos un desayuno colorido y delicioso. Después las fotos antiguas: murales y risas, marchas y lienzos callejeros, nuestras caras gritando, la piel tatuada de consignas, la vida entera en esos gestos colectivos en los que creemos. Muchos años de entrega en esas fotografías compartidas. Muchas experiencias que anudan nuestras vidas. Mucha energía desbordando… Hasta descubrir que profundamente, ahí donde no cabe el olvido en ninguna de sus formas, pero sí las evoluciones y crecimientos, seguimos siendo los mismos.
Muchas gracias por este fin de semana,
por hacerme sentir que todo tiene sentido,
por construir juntos otro futuro.

miércoles, 6 de junio de 2007

Finalmente...



Bueno, hace rato que quería tener este espacio. No porque tuviera demasiadas cosas que decir, más bien, sólo para tener un lugar en donde expresar aquellas pocas cosas que me sobrepasan. Finalmente, elegí un día -hoy- y un título para este blog.

A propósito del título. La frase real y completa es "Uno de los caminos seguros que conducen al futuro verdadero -porque también existe un futuro falso- es ir en la dirección en que crece tu miedo" (Milorad Pavic, Diccionario Jázaro); y se la debo a un hermoso epígrafe en una novela de Patricio Manns, El corazón a crontraluz. Estas palabras me golpearon muy profundamente y me hicieron entender esa incomodidad sutil -pero permanente- que me ha acompañado toda la vida. Justo describe la actitud con que enfrento la vida. Lo más sorprendente de todo fue darme cuenta de esta fundamental característica personal gracias a la lectura de esta cita.

Se las dejo de regalo para el que quiera reflexionarla, compartirla, repetirla, contagiarla y, por supuesto, adoptarla en su vida.