miércoles, 26 de septiembre de 2007

Para Karina Rojas.


Cuando era pequeña mi madre siempre me advertía acerca de los cuidados que debía tener con mi cuerpo, desde mantenerlo limpio y sano, hasta no permitir que nadie me tocara. Al cumplir los once años, mi cuerpecito comenzó esa transformación mayúscula que me alejó de la niñez sin remedio. No recuerdo etapas intermedias. Pasé de ser una chiquita regordeta a una lolita en muy poco tiempo.


Entonces entendí las lecciones de mi madre. Cada vez que subía a la micro para ir al colegio, sentía agarrones descarados: una vez en el poto, otra en la pechuga; todas anónimas. Recuerdo la sensación del abuso y la vulnerabilidad. Ponerse a gritar a todos los pasajeros no me parecía justo, pero tampoco me parecía que debía dejar a los hechores en la impunidad absoluta. Era difícil lidiar todo el tiempo con esos manoseos descarados que ocurrían en todas partes. Con mis hermanos hablaba muchas veces sobre esto y me animaban a no dejarme acosar de ningún modo, a disfrutar del cuerpo que tenía y a correr el riesgo de ser criticada por peleadora. Pero era difícil armarse de valor todas las veces que increpé a un hombre -también me pasó una vez con una chica- por atacarme de esa manera. La gente pensaba que a las que nos pasaba eso era porque nos gustaba, porque éramos unas sueltas.


Algún tiempo después decidí que ser suelta era para mí una reivindicación política insoslayable... que la imagen de la mujer sumisa y tolerante en extremo, invisibilizada y totalmente dependiente, nunca sería la mía.


Hoy me enteré de otra mujer muerta a manos de su pareja. Esta vez -seguramente muchas otras veces de las que no sabemos- una muchacha de 16 años que ya había sido golpeada por el pololo, que intentó poner fin a la relación y por eso fue castigada brutalmente.


A mis 16 disfrutaba de aprender de todo lo que me tocaba vivir. Tenía una banda, pololos simpáticos, amig@s hermos@s, herman@s de sueños... En fin, tenía una vida intensa, con muchos proyectos para el futuro. A los 16 salí del país en un viaje largo -más largo en el alma-, que me enseñó un montón de cosas sobre la vida y de cómo quería vivirla. Recorrí muchos kilómetros. Conocí a muchas personas, algunas de ellas son parte de mi corazón para siempre, con otros aprendí dolorosamente que debía hacerme cargo de mis equivocaciones; y de todos aprendí que, por duro que fuera, debía construir la vida que quería y ser capaz de pagar el costo. Era la vida y todas sus experimentaciones la que sentía latir en la sangre todos los minutos de mis 16 años.


Me pregunto qué fue del amor y sus promesas para esta chica muerta. Cómo lograr que hechos como estos no ocurran jamás. Una vida apagada cuando recién comenzaba porque un humano se creía dueño de ella.


Qué ganas de haber estado a su lado, de haberle sostenido la cabeza cada vez que tuvo miedo de su pololo, de segurizarla en un camino mucho más complejo pero necesario: construir la vida que deseamos, no aquel formato que nos inventan.


Qué ganas de haber acompañado a ese muchacho, de haberle contado que el amor no implica pertenencia de esa forma, que aprendiera a valorarse y a valorar a las mujeres del mismo modo.


Qué ganas de haberles salvado la vida a los dos.


Estoy tan harta de los femicidios como de los abusos a los trabajadores, como de las injusticias sociales, como de la impunidad chilena, como del doble standar de nuestra cultura, como de las violaciones a menores, como de las privatizaciones, como de la cesantía... Pero estoy más harta de quienes afirman que el problema de la violencia contra la mujer es un problema exclusivo de las mujeres, porque estoy convencida que es un problema social, que involucra definiciones fundamentales: ¿Qué hombre eres? ¿Qué mujer soy? ¿Qué padre y madre somos? ¿Qué trabajadores somos? ¿Qué sociedad queremos construir?


No podemos seguir validando actuaciones como esta. Tenemos que reaccionar contra todos los abusos y arriesgarse a impedir una golpiza y asilar a una mujer como lo haríamos por cualquier otro humano viviendo una desgracia. Pero sobre todo, debemos, tenemos la obligación de dejar de educar a los pequeños con estos modelos que validan el abuso de un sexo sobre otro.




A los 16 tenía autorespeto y muchas esperanzas, algunas herramientas para decidir cómo quería ser, y mucho amor y respeto de mis padres y mis tres hermanos.


¿Qué tuvo Karina Rojas a los 16 años?

martes, 11 de septiembre de 2007

Nadie está olvidado.


Otro once de septiembre. En 1973, cuando aún no cumplía los dos años de vida, los milicos y todas las fuerzas armadas y de orden, dieron un golpe de Estado contra el gobierno de Salvador Allende. Desde esa fecha esta país se conmociona en este triste día.

Aquellos que se sienten orgullosos de la "gesta liberadora" de Pinochet y su camarilla de asesinos, realizan sus actos de reconocimiento y celebran la victoria de los dueños del capital enlodando los recuerdos, los logros populares y la democracia de ese Chile que quedó enterrado con su intervención criminal.

Los vencidos de ayer, aquellos que creían en la construcción de otro país, hoy están en el gobierno y, desde ahí, afinan los detalles de la maquinaria económica dictatorial para que se mantenga por siempre. A los vencidos de ayer los vencieron de verdad: apoyan el modelo, hambrientos de poder y dinero, hacen pactos de no agresión con los violadores de DDHH; se atreven a hacer mesas de diálogo en una nueva intentona de impunidad. Por eso celebran los vencedores, porque efectivamente vencieron a todos estos diletantes que nos gobiernan.

Para mí es otro once de pena, de una profunda indignación. Otro once sin ver verdad y justicia plena en los casos de violaciones a los derechos humanos. Otro día para recordar la infancia plagada de imágenes de muerte, los rallados clandestinos, las listas de exiliados en la televisión, los falsos enfrentamientos en los noticiarios, el cura y el milico en los actos del colegio, la canción nacional con esa estrofa que ya ni recuerdo -nunca la canté-... Otro once de septiembre con toda su carga oscura, con apagones en las poblaciones, con manifestaciones vivas en contra de ese golpe de mierda.

La única diferencia, es que este es el primer once de septiembre sin el dictador Pinochet. Es una sensación rara, porque quería verlo juzgado, preso, pagando en algo lo que hizo. A cambio, vivió sus últimos días muy protegido por la camarilla de siempre y todos los gobiernos de la Concertación. No me alegró su muerte, me dio rabia saber que ya no podría cumplir ninguna condena, que todos los asesinatos, persecuciones, robos y la imbecilidad espesa de cada una de sus intervenciones televisadas -siempre sufrió demencia- quedarían impunes. Todos los sueños de justicia que tenía, con su muerte, parecían haberse ido al tacho de la basura. Pero la fortaleza humana no deja de impresionarme, justo cuando creía que el esfuerzo de muchos por derrocar la dictadura y condenar a los culpables había sido en vano, escuché la noticia "Un joven de aproximadamente 30 años lanzó un escupo al féretro de Augusto Pinochet Ugarte... Fue identificado como Francisco Cuadrado Prats, nieto del asesinado general Carlos Prats, quien reivindicó su acción en una comunicación a través de un contacto telefónico con Televisión Nacional, sin aparecer en cámara". Mi corazón se aceleró de alegría. Imaginé todos los años de su vida en que soñó con la justicia para su abuelo. Imaginé las horas invertidas en la fila de personas que iban a despedirse del tirano, su ansiedad. ¿Qué estaría pensando todo ese tiempo? Quisiera haberlo acompañado, desee estar ahí para ayudarlo, para que el escupo fuera más grande, para que los imbéciles de siempre no fueran a tocarlo, para que no lo detuvieran, para que ninguno de esos cómplices de tantos asesinatos y atropeyos pudiera hacerle algo.

Sí, este es otro once de septiembre y, a diferencia de todos los anteriores, en este día recuerdo a todos los hermanos que no están con nosotros y aquellos que siguen luchando por una sociedad más humana y equitativa en este escupitajo contra la impunidad.

Todo mi amor,

Todo mi compromiso,

Toda mi esperanza,

Todo mi respeto,

A los caídos, a los que resisten, a los que luchan y su valentía,
especialmente al gesto justiciero de Francisco Cuadrado Prats.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

La memoria, ese espíritu santo que emerge de todas las cosas.


A mis padres, José y Gladys.

A mis hermanos, Ulises, José y Marco ausente.

Para mis sobrinos, Francisco, Nicolás y Monserrat.


Hace unos días, en el noticiero de la noche, mostraron la fiesta de despedida de la ciudad de Chuquicamata.

Mis padres vivieron ahí cuando jóvenes. Allí se conocieron, se casaron, nacieron mis tres hermanos mayores. Pero el progreso y el dinero suelen ser más importantes, por eso la ciudad que tanto quieren desapareció para siempre.

Mi madre lloró abrazada a mi padre. La emoción se me atragantó en la garganta y comencé a recordar. Muchas veces en la vida he escuchado las viejas historias de cuando vivían en Chuqui. En ese tiempo todavía no nacía y mi familia habitaba una pequeña casa en un sector del pueblo minero llamado los cuatrocientos. En esa casa celebraron los primeros cumpleaños de mis hermanos y ellos aprendieron a caminar en esos polvorientos pasajes. Mil historias que se enredaron en mi vida y que ahora no tendrán un lugar físico a qué referirse.

Recordé también la nostalgia de algunos de mis tíos cuando rememoraban la niñez en las salitreras. Incluso esos recuerdos desaparecieron cuando murieron hace unos años. Nadie cuenta esas historias y la muerte venció a la vida que esos sitios atesoraban.

Así ocurrirá con Chuquicamata y todos sus emblemáticos lugares: Chile Club, Social Club, el Americano, el Estadio Anaconda, la Garita Nº6, el bar de la Tía Elisa... A esas alturas yo también estaba llorando. Me daba pena que ese sitio en el mundo, donde mi familia inició su rodaje, nunca más existiría. Sentí una fuerte sensación de precariedad, como si la vida y su hermosa explosión de luz no pudiera dejar ningún rastro para la eternidad. Es otra muerte. Una muerte colectiva. La muerte de muchos seres humanos que tienen en ese territorio amarrada parte importante de su vida. Lloré porque nunca más podría acompañar a mis padres a pasear por esas callecitas, mientras me cuentan las mismas viejas historias de siempre, esas que me abrigan cuando siento el frío de la soledad.

Mis padres conocieron la vida mientras la mina pertenecía a los gringos y celebraron la nacionalización del cobre junto a toda la gente. Vieron aparecer los primeros autobuses entre Chuqui y Calama. Vibraron con las finales deportivas en el Anaconda. Bailaron con los conjuntos de moda en el Chile Club. Amaron aquella vida construyéndola cada día junto a los demás chuquicamatinos. "Éramos todos amigos", repiten mis padres tratando de consolarse. En silencio me pregunto por qué todo tiene que desaparecer.

Aún tengo las fotos y otros objetos de esa época. En el futuro -cuando mis padres no estén- serán mis herramientas para no olvidar la vida que hicieron en ese rincón del desierto, para no olvidarme nunca que ese rincón existió, que fueron muy felices ahí... para no olvidar que en ese pasaje de tierra, en esa pequeña casita, mis padres soñaron un día con traerme a este mundo.