Corríamos por la habitación probándonos toda la ropa de las demás. La idea era verse despampanante, pero sin apocar a las amigas. Claro, todas cultivábamos un look, una manera especial de ser. Recuerdo lo importante que era para mí no distinguirme, sino tratar de parecerme a ellas.
Después de tres cambios de ropa, el agua de colonia y un pequeño toque de brillo en los labios, me quedé sentada observando cómo se encrespaban las pestañas. Unas con una cuchara, las otras con una especie de tijera: todas torturándose. Yo tenía una cosa rara recorriéndome el estómago y de pronto mis ojos comenzaron a llorar. Supongo que es por la impresión de ese acto violento -todavía me pasa lo mismo.
Cuando llegamos a la fiesta estaba todo el jet set de los colegios secundarios. Entre extraños y ahogados chillidos, mis amigas empezaron a pellizcarse cuando veían al chico que les encantaba. Yo, que era mucho menor que mis compañeras, me quedé al lado del improvisado sonidista. De puro amable me puse a ordenarle los cassettes -se vanagloriaba de tener más de quinientos, pero no le creí-, y así, como que por siaca, supe que se llamaba Manuel, que tenía 19 años (yo apenas 13, casi 14) y que trabajaba haciendo educación popular a los niños de una población muy pobre. Ahí mismito estuvo mi perdición: era un chico comprometido con sus ideales, que tenía una opinión que dar.
Conversamos mucho rato. Para que no me aburriera -decía- ponía canciones que me gustaban y yo las bailaba frente a él ("Somos cómplices los dos..." / "Ella es mucho más normal que yo..." / "Únete al baile, de los que sobran..." / "Dame otra oportunidad, para saber al menos, si amarte estuvo mal...")No, esa noche no recibí mi primer beso, pero fue el inicio de una larga amistad que todavía conservo.
El Manu -así lo apodé después- fue el primer hombre que enfrenté como mi igual, al primero que quise sin ser su novia y con el que compartí importantes aprendizajes.