jueves, 12 de septiembre de 2013

Cuarenta años del golpe...



Y pasó el representante de la ley entre nosotras, tres estudiantes primerizas de la facultad, diciéndonos “Disuelvan el grupo ahora”. Nos dio ataque de risa y nuestras carcajadas le lavaron la cara al funcionario, que se fue rápidamente con gesto ofendido sin decirnos nada.

Pero esta no es la primera acción ridícula de control estatal que recuerdo. Mi infancia está plagada de normas que impuso la dictadura para “guiar por buen camino al país” que eran, francamente idiotas. Teníamos prohibido reunirnos con otros, escuchar algunos grupos musicales, escribir, leer algunos autores y algunas revistas, fotografiar algunos espacios, hablar de la UP, reflexionar, cantar, etcétera.
Claro, el poder que tenían les permitía hacer cualquier cosa, inventar lo que quisieran, matar a los que les estorbaran. Siempre contaron con un porcentaje importante de ciudadanos que encontraban mejor el país ordenado de los milicos, que ese desmadre socialista donde había que pensar y trabajar mucho… ¡qué fastidio!
Esa parte de compatriotas rieron de buena gana con las ofensas que los vencedores prodigaban a las víctimas. Acataron todas las prohibiciones, delataron a quienes cantábamos canciones de Víctor Jara en la esquina de una población (¿se acuerda señora?), negaron la solidaridad a los familiares de detenidos desaparecidos, cerraron los ojos a los centros clandestinos de torturas que instalaban cerca de sus casas, en sus barrios.
Ninguno de ellos asesinó a nadie. No se atrevieron a cometer vejaciones contra los detenidos directamente. Para eso tenían a unos patriotas que eran capaces de infinidad de atrocidades por cuidarlos, para garantizar el orden del país. No dijeron nada, porque esos muertos estaban bien muertos, porque era necesario maltratarlos para que confesaran sus oscuros planes, para que no les hicieran daño, para que los empresarios no se volvieran a enojar y los dejaran sin trabajo, sin posibilidad de ascender socialmente.
¿Pero quiénes son? Son de esas personas que uno se encuentra en la fila larga de un banco e instigan para que otro reclame por la demora. Los que organizan una lista para recibir las cajas de alimentos de los candidatos pudientes en la poblaciones. Los que declaran que no se meten en política porque ellos tienen que trabajar igual. Gentes que se alegran cuando les ofrecen un crédito mayor que al compañer@ de trabajo, porque lo consideran más. Esos que se sienten más que el “perraje” cuando le aumentan diez mil pesos el sueldo y a los demás no. Arribistas de medio pelo que siempre se acomodan, que se mimetizan con el entorno encontrándole la razón al jefe. Se los puede ver hoy diciendo que hay que dejar el pasado atrás, que ya pasaron 40 años, que qué más quieren los familiares de las víctimas si tienen salud gratis, los hijos estudian gratis, pudieron viajar gracias al exilio, que luego fueron gobierno y robaron como locos… ¿Qué más quieren? ¿Qué ganan con meter presos a los militares después de tanto tiempo?
Seguro que los han visto. Chile tiene much@s habitantes así.

Crecida en la cultura de la conspiración, siempre identifico los pasos de los míos y el crepitar de los corazones encendidos por el amor compartido. Por eso…
No puedo olvidar lo que se calla. No quiero hacerlo.
No puedo olvidar la amargura del país de mi infancia. No quiero hacerlo.
No puedo olvidar a las víctimas de la dictadura. No quiero hacerlo.
No puedo olvidar que el golpe se cargó la democracia chilena. No quiero hacerlo.
No puedo olvidar que la dictadura impuso un modelo económico en extremo cruel basado en la inequidad e injusticia. No quiero hacerlo.
No puedo olvidar que fuimos tempranos cachorros luchadores en las poblaciones contra la violencia e impunidad fascista. No quiero hacerlo.
No puedo olvidar que éramos jóvenes luchadores gritando que el problema no solo era la dictadura, sino el modelo económico. No quiero hacerlo.
No puedo olvidar que el retorno a la democracia sepultó la justicia para las víctimas y la cambió por vergonzantes reparaciones. No quiero hacerlo.
Soy de una generación de niños y niñas en extremo despiertos, atentos a la realidad, observadores de aquello que se nos presentaba como “la normalidad”. Pequeños y pequeñas que aprendimos a juntar las letras en los rayados de los muros –como die Jaime Pinos en su novela-, en colegios intervenidos por el control militar en que nos falseaban la historia, nos ocultaban información. Chicos y chicas que crecimos en medio del espanto y la represión, pero que soñábamos con ser felices, con construir otra vida, otra sociedad. Me declaro hija de varios proyectos o intentos por conformar ese sueño social. Siempre dispuesta a comenzar una nueva tarea para cambiar el mundo, poniendo todo lo que soy en ese empeño, a ser feliz en esa construcción cotidiana y entera que hace posible los cambios en la Historia.
Fuimos hijos de las ollas comunes, de las madres que cocinaban deliciosos platos con restos recogidos o con comida donada por la solidaridad internacional. Hijos de jugar en la calle, de pintar murales en manada, de hacer panfletos a mano, de cantar lo prohibido a pesar de las prohibiciones, de marchar, de gritar, de mostrar la rabia del hambre y la injusticia… Correr, protegerse, salir, tomarse la calle, cantar un himno o dos, enfrentarse a la vida tal como la ofrecía la autoridad de la época.

A cuarenta años del golpe y 43 del advenimiento del gobierno popular, sigo conspirando en la felicidad. Ya no soy la niña que gritaba en las calles, pero soy una profesional endeudada con el crédito universitario que aporta su mirada reflexiva y su amor entero en todos los espacios que habita. Todavía no logro cambiar el mundo, pero no me canso de intentarlo, cada día en todas mis acciones, con todo lo que he aprendido en mis fracasos y en mis victorias.
Ayer fue 11 de septiembre y tenía una dolorosa tendinitis en mi brazo izquierdo que me impedía moverme con soltura. Me fui temprano –a las once y media- al Estadio Nacional. Había un@s chic@s muy jovencit@s trazando un dibujo en el suelo. Recordé ese episodio que comenté al comienzo y me paré en el mismo lugar donde ocurrió. No había policías ni grupos expresándose, solo los jóvenes artistas. Estaba parada ahí mismo, sola y acompañada de tant@s, y decidí cantar esta canción:

En el muro de allá afuera
varios hombres trabajando
para ocultarnos la huella
que de año en año trazamos.
Hablo de la última guerra.
Hablo y me quedo temblando.

Y tú, tal vez no entiendas por qué
a la hora del ocaso los recuerdos 
me requieran

Hablo de la última guerra.
Hablo de piedra y disparos.
Hablo del muro del Peda.
Hablo y me quedo temblando.

Y tú, tal vez no entiendas por qué
a la hora del ocaso los recuerdos
me requieran.


PD. La foto es de PIA Chile.